Se dice que en la Región de Murcia, la tierra de los 1001 sabores, luce el astro sol más de trescientos días al año. Una excusa perfecta para fijar nuestro próximo destino gastronómico, el Mar Menor y su excelso e incomparable producto.
Un plato teníamos marcado como indispensable, el inigualable arroz que se prepara con mújol o dorada:
caldero. Es imposible decidirse por un restaurante concreto donde poder disfrutar de semejante manjar así que escogimos uno con vistas a la mayor laguna salada de Europa, lonja de preciadísimos ingredientes.
No solo de arroz vive el paladar en el Mar Menor así que nos dejamos llevar por las recomendaciones lugareñas para los entrantes. Así pudimos disfrutar del único e inconfundible langostino, bocado de deidades, sin duda. Su especial salinidad le otorga un sabor que lo desmarca del típico aperitivo navideño o de festejos familiares. Cocido en su punto con agua del propio mar. Difícil no sucumbir al deseo de pedir más de este atigrado crustáceo deseado en todas las cocinas españolas.
Lo siguiente que desfiló ante nuestras papilas fue otro de los grandes tesoros centenarios de esta tierra, sus
salazones. Una magnífica selección de texturas entre mojama y hueva, unas más curadas que otras. Dio igual. ¡Menudo lujoso bocado! Perfectamente acompañadas de almendras fritas. Esto debería probarlo todo el mundo. Varias piezas de una y otra viajarían de vuelta en nuestra maleta. Pon
un murciano en tu mesa y no te arrepentirás.
Y entonces llegó. Un plato de orígenes humildes que con el tiempo ha llegado a ser uno de los abanderados de la gastronomía murciana. Un arroz que representa la tradición de un pueblo, de su gente, su oficio, su vida. Melosidad y potencia de la que enamorarse perdidamente gracias al estruendoso a la par que regio sabor que le otorga lo que aquí llaman "pimiento bola", la ñora, y a un pescado que goza igualmente de las especiales características que la laguna regala a todos sus pequeños habitantes. Acompañado de alioli, y con el pescado a parte como tremendo remate, todavía hoy puedo evocar en mi boca aquella delicia.
Aún restaba el postre y nuestro cariñoso camarero nos sirvió lo que parecía hojas de árbol rebozadas en una masa crujiente de acanelado aroma que inundó de historia nuestras fosas nasales y se llevó otro pequeño trozo de nuestro corazoncito. El
paparajote es, posiblemente, el final más clásico de los 1001 Sabores. Su sabor le hace más que justicia. Pero recordad no morder la hoja de limonero. O no fiaros de los que os digan que se come todo.
Aquella comanda la cerramos contemplando una puesta de sol tan hipnótica como placentera. Colores anaranjados, rojizos, azules, verdes. Una paleta cromática en la que incluso pudimos ver dibujadas las maravillas gastronómicas que habíamos disfrutado. ¡Ay, amigos! Una vez que visitas esta tierra, te llevas de vuelta algo que, por mucho que lo intentes, es imposible describir de viva voz. Volver era la palabra más repetida en nuestro viaje de vuelta.
Pero aún restaban riquezas culinarias por descubrir en esta Región.
Un viajero.
